25 enero 2007

Las Donas: De la mezquindad a la dádiva

Uno de los tantos trabajos que tengo es en Tim Hortons, una cadena como esas que yo detesto. Si bien se venden como estrictamente canadienses (así serán sus dueños), me la paso escuchando todo el día hablar en persa o tagalog. La verdad no entiendo nada (solo un poquito, después contaré el cómo) y prefiero concentrarme en la música. He notado, entre mis vacilaciones laborales, que los temas se repiten siempre a la misma hora. Entonces mi oferta musical es "I'm with you" de Avril Lavigne a las 12 y "Angel" de Robbie Williams a las 12.05. A veces me pregunto si el productor de la radio dejo el CD reproduciendo y fue a tomarse un café. No es nuestro business ahora. Vamos a concentrarnos en otros temas. Cuando la mezquindad o la dádiva se encuentran a sólo una décima de distancia.
Trabajo en el sector de panadería. Me toca hornear muffins, bagels y panes, entre otros. Es dable aclarar que el hecho que me toque hacerlo no significa que sepa cómo. En los shelfs del storefront, lo que más detenta sin brillar y se ofrece sin regalar son todas clases de donas: rellenas; con baño; de chocolate, vainilla o glaceado; completas, en forma de aros. Se podrán imaginar que prepararlas sin comerlas es, como alguna vez dijo mi amiga Angie, un orgasmo gastrónomico: sólo de mirarlas te hace cosquillitas el paladar y el estómago se convulsiona. Recuerdo que después de preparar mi primera tanda me dijeron "no le pongas tanto baño". Me lo repitieron una segunda y una tercera vez. También hice memoria y me acordé como siempre voy contra el pensamiento de muchos, pero me quedé callado y así en silencio, bañaba un poco de chocolate por acá, rellenaba con doble crema por allá. Me empecé a preguntar, viniendo a mi memoria el capítulo del monoriel ("mono significa uno, riel significa riel" -es para vos Fer!-) donde Homero Simpson salva a la ciudad de Springfield con un ancla en una dona gigante ("Donas... es por eso que me gustan tanto"), cuantos Homeros irían a comprarlas y cuantos dirían "que poco glaceado tiene" o "wow, cuanta crema puedo saborear". Me puse en los pies de otra persona (que importante es la empatía) cuando a mi me toca ir a comprar algo.
Tengo ese privilegio, de ser mezquino o dadivoso, de poner un poquito más o un poquito menos. Mi corazón revolucionario se cuestionó: 'si en situaciones tan pequeñamente estúpidas como esta, vos podés hacer feliz o triste a alguien, imaginate', enfatizó, 'imaginate como en momentos tan importantes podés hacer la diferencia'. Me asustó y no por vez primera, cómo, al referirnos a esto último, toda decisión repercute en el placer o el sufrimiento de un otro. Como se disfruta ese poquito más, como duele ese poquito menos.
Por ahora, dentro de mis minutos cotidianos mientras Avril Lavigne en una fría y dura noche le canta a un desconocido, me toca decidir si uso la espátula para emparejar lo que sobra o la uso para devolverlo a la fuente: Tengo el poder de decisión (hasta que me echen por mal rendimiento). ¿Cuánto chocolate o crema le ponemos a una masa esponjosa? Yo prefiero ponerle... un poquito más.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bien lo tuyo a pesar de la distancia siempre fiel a tu don de ir en contra del sistema, esta vez transformándote en un Robin Hood de los homeros canadienses. Esta perfecto querido amigo! sabes que te apoyo en todas tus locuras y esta no seria la acepción